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lunes, 24 de diciembre de 2007

El maulino tras los luctuosos sucesos de Santa María


Alguien disparó a los soldados, hiriendo a tres hombres. Ahí se desató lar tragedia. Dos descargas de ametralladoras, de treinta segundos, segaron, según los cálculos más conservadores, unas mil seiscientas vidas. El resto se rindió.


Se cumplio un siglo de los acontecimientos ocurridos en la escuela Santa María de Iquique. Diversos investigadores – fundamentalmente de izquierda – escarban documentos y testimonios para reconstruir, cada uno con criterio de escasa parcialidad, los sangrientos acontecimientos. En el archivo Nacional, sección Ministerio del Interior, está el intercambio de cartas y telegramas entre las autoridades de la Moneda y las del puerto nortino. En ellos se iluminan algunos sitios oscuros de este acontecimiento. ¿Cómo pudo llegarse a este horroroso episodio, a todas luces injustificable? Para entender lo sucedido, es necesario retroceder un poco en el tiempo. Tras la guerra del Pacífico, los ingleses se hicieron cargo de las minas de salitre del norte. Es cierto que administraron bien, construyeron verdaderas ciudades en las oficinas de explotación – Humberstone es prueba de ello – y aportaron suculentos tributos al gobierno, desde Balmaceda adelante. Ello se tradujo en obras ferroviarias, caminos, puentes, edificios, etc. Pero nadie – nadie – se preocupó de la mano de obra: hubo una especie de conspiración del silencio en torno a los miles de chilenos, muchos de ellos ex soldados de la guerra de 1879, que habían combatido por defender esas riquezas, y que ahora eran vilmente explotados: ante la opulencia de los ingleses, sus casas fastuosas, canchas de tenis y salas de espectáculos, las familias de los trabajadores vivían en miserables viviendas, mal alimentados, con horario de trabajo agobiantes, sin derecho a un pago regular, viendo morir a sus hijos por no contar con servicios médicos ni la atención más esencial. El gobierno de Riesco conocía de esta situación: es más, hacia 1905, había enviado una comisión al norte para investigar estos hechos. El informe emanado – que tenemos a la vista – dio fe amplia y probada, de lo denunciado. Como si fuera poco, sugirió medidas correctivas y profetizó el riesgo de un estallido social. El documento fue leído, pasó de mano en mano y nada se resolvió. Diversos escritores, líderes de nacientes movimientos de izquierda, encontraron un perfecto caldo de cultivo en esta situación. Desde la prensa y la tribuna exhortaron a la rebelión, en defensa de sus justas aspiraciones. La presión creció con el tiempo, sin que nadie, de las esferas de gobierno, ni de la intendencia nortina, intentase algo por desactivar esa verdadera bomba de tiempo. Las aspiraciones de aquellos trabajadores eran simples y atendible: que se les pagase en moneda chilena y no en fichas que sólo podían gastar en las pulperías de los propios ingleses. Poder comerciar libremente con las restantes oficinas salitreras. Mejorar sus miserables e inhumanas habitaciones, cerrar los “cachuchos” o minas peligrosas, donde varios hombres habían muerto. Ni siquiera pedían atención médica. Nada del otro mundo. Pero no se les oyó ni se les dio la más leve respuesta a su petitorio. Estalló entonces una huelga de miles de trabajadores, quienes, llevando tras de sí a sus familias y famélicos hijos, marcharon hacia Iquique. Se instalaron en la escuela Santa María – tras rechazar ser llevados al Hipódromo - construida bajo el gobierno peruano. Un comité directivo integrado por cinco personas, se instaló en la azotea del edificio: eran José Briggs, Presidente, Manuel Altamirano, vicepresidente, José Santos Morales tesorero, Nicanor Rodríguez, Secretario y Ladislao Córdoba, prosecretario. Varios de ellos se pusieron a buen recaudo apenas oyeron los primeros disparos. El gobierno de Pedro Montt ordenó que tres regimientos, al mando del Coronel Roberto Silva Renard y el Coronel Sinforoso Ledesma, se trasladaran al norte a reforzar a los cuerpos armados de Iquique. Junto al Intendente Carlos Eastman se acercaron a los huelguistas, quienes le recibieron con agrado, por cuanto suponían que traían la solución a sus demandas. El Intendente ofreció mediar en el conflicto. El 20 de diciembre, mientras el intendente dialogaba con los dirigentes, seis obreros fueron muertos en la oficina de Buenaventura, cuando el ejército les impidió embarcarse en el tren hacia Iquique. Este error de un oficial ignoto, provocó una enorme impresión entre los obreros acampados en Iquique y un sordo resentimiento. Tras los funerales de los asesinados, se advirtió el peligro de una revuelta de proporciones. Se pidió, entonces, a los obreros, trasladarse al Club Hípico. Estos se negaron. Silva Renard solicitó instrucciones al Ministro del Interior, Rafael Sotomayor Gaete, nacido en Cauquenes en 1849 e hijo del Ministro en Campaña homónimo durante la guerra del Pacífico. Sotomayor había visto morir a su padre en las arenas del Norte y fue testigo del remate de sus bienes por las deudas insolutas por sus servicios a la patria. Ello le forjó un carácter duro y disciplinado. Asumió la cartera de Interior el 25 de octubre de 1907 y, dos meses más tarde, se encontró ante este inmensurable conflicto. Recibió los telegramas, tanto del Intendente Eastman como del Coronel Silva Renard recabando decisiones. La orden del Ministro Sotomayor está severamente expresada en un escueto documento: “Fuerza pública debe hacer respetar el orden cueste lo que cueste” Silva Renard lo intentó: en declaraciones posteriores dijo que, en su dialogo con la directiva de los obreros: “…Les comuniqué la orden de US y les rogué, mejor dicho, les supliqué con toda clase de razones que evitasen al Ejercito y Marina el uso de las armas para hacerla cumplir. Todo fue inútil”. Alguien disparó a los soldados, hiriendo a tres hombres. Ahí se desató lar tragedia. Dos descargas de ametralladoras, de treinta segundos, segaron, según los cálculos más conservadores, unas mil seiscientas vidas. El resto se rindió. Dos de los integrantes de la directiva, Altamirano y Olea, se asilaron en el consulado de Estados Unidos. El Gobierno de Montt y su Ministro del Interior, Rafael Sotomayor, no investigaron – como era obvio - ni ordenaron indagación alguna sobre el suceso que horrorizó a la sociedad chilena. Se hizo caer la culpa sobre el Coronel Silva Renard, quien años más tarde, el 14 de diciembre de 1914, fue acuchillado en Santiago por el español Ramón Antonio Vaca, hermano de uno de los caídos en Iquique, perdiendo el oído izquierdo y sufriendo heridas que finalmente le causaron la muerte. Solo en 1913, el Gobierno de Barros Luco designó una comisión investigadora para examinar los acontecimientos de Santa María. El informe fue leído en la Cámara el 7 de noviembre de 1913 y en él se condenó, con firmeza, al Presidente Montt, al Ministro Sotomayor – sindicado como el autor de la orden de disparar - al Intendente Eastman de quien se dijo estaba “Al servicio de las empresas y del caciquismo político”. En una evidente complicidad política, no se le dio mayor publicidad, dejándose caer sobre él un manto de olvido que exacerbó la responsabilidad en la decisión militar. La clase política – ayer como hoy – se autoprotegió. Se deslindaron responsabilidades, se esquivaron las actuaciones personales y se eludió definir culpables. Ayer como hoy, nadie dio la cara. Todo se endosó al ejecutor – subordinado – de las acciones. Este triste episodio fortaleció las ideas de izquierda y el surgimiento de movimientos anárquicos, además de inspirar míticas versiones de aquel acontecimiento.
Mas Historia.....................saludos
THEO.

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